lunes, 3 de enero de 2011

Apuntes de "Mater Dolorosa - La idea de España en el siglo XIX", de José Álvarez Junco

Estas navidades estoy leyendo Mater Dolorosa - La idea de España en el siglo XIX, de José Álvarez Junco, en la que analiza la génesis de los nacionalismos modernos, especialmente el español -o los españoles-, que me está interesando muchísimo. Me parece una obra muy recomendable para quienes sientan un interés especial por comprender el momento histórico que vivimos ahora mismo en España, aunque puede extenderse más allá.

La claridad de ideas y expositiva de José Álvarez Junco es realmente asombrosa, tanto en las fases de relato amplio justificado con detalle como en las fases de resumen y síntesis. Tal asombro comienza ya con la lectura del prólogo, que es por si mismo un prodigio. Este prólogo es una pequeña obra en si mismo y su lectura es totalmente aconsejable incluso si no se va a leer el ensayo general. Lo que yo quiero hacer aquí, ahora, es reproducir un pasaje que me ha parecido especialmente representativo, de gran lucidez, que aparece al comenzar elCapítulo IV Historia nacional y "memoria colectiva", dentro de su primer apartado, titulado El canon cultural del nacionalismo. Ahí va.

Comienza la cita.

[...] Se comprende que, a partir de ahí, [la segunda y definitiva derrota de Napoleón, tras la que el zar Alejandro I y el canciller austriaco Metternich, a la cabeza de una coalición de monarcas absolutos, se dispusieron a restaurar el Antiguo Régimen, mientras que los liberales seguían en la idea de crear un orden nuevo basado en las "naciones" ] se iniciara una etapa de frenética afirmación de identidades culturales, es decir, de construcción o invención de mitos, símbolos y discursos referidos a esas colectividades, las naciones, que para ser titulares de la soberanía política tenían que demostrar que eran los protagonistas de la historia y de toda la realidad política y social. Para que la opinión aceptara la nueva visión del mundo se hizo indispensable organizar todos los saberes, las referencias y los símbolos culturales en torno a las naciones. Fue una fase a la que los historiadores y científicos sociales dedicados a estudiar estos fenómenos llaman de "nacionalismo cultural". Hay coincidencia general en atribuir el protagonismo de esta etapa a élites intelectuales, dotadas de capacidad para crear y difundir discursos y símbolos culturales identificatorios; una vez completa la creación cultural, según una secuencia propuesta por Miroslav Hroch, esa identidad sirve de base para fundamentar un programa de demandas políticas; y en un tercer momento las exigencias políticas se expanden fuera de los círculos elitistas y se convierten en populares o masivos. Es entonces, explica Hroch, cuando se desarrollan plenamente lo que llamamos movimientos nacionalistas.

Tal sucesión de etapas, en realidad, sólo es propia de los nacionalismos no estatales, a los que en ocasiones se llama también periféricos secesionistas(state-seeking, "aspirantes a ser estatales", los denomina, con más propiedad, Charles Tilly). En cambio, en los nacionalismos estatales, o desarrollados al amparo de poderes políticos ya existentes (state-led nationalisms para Tilly), como fue el caso español, se comienza directamente por lo político, en paralelo a la fase cultural. Todo nacionalismo, e incluso toda acción colectiva de tipo movilizador, necesita delimitar a los componentes del grupo, marcar las líneas que lo separan de los elementos ajenos o foráneos. Pero los nacionalismos estatales inician esta tarea por la imposición de fronteras físicas por parte del Estado, que habitualmente terminan generando una conciencia de diferenciación cultural. En el caso español fue la monarquía la que marcó los primeros límites del grupo, al establecer unas fronteras con Francia y Portugal, a cuyos súbditos definió como "extranjeros" o "enemigos". En los nacionalismos no estatales, en cambio, la labor es más sutil y, en efecto, corre a cargo de élites intelectuales, que crean, construyen o inventan -descubren, según ellos- una serie de marcas culturales que actúan como fronteras. Durante mucho tiempo, estas marcas fueron ante todo lingüísticas o religiosas, aunque siempre complementadas con referencias históricas, es decir, con la evocación de una "memoria colectiva" de la colectividad en la que se acentuaban sus glorias y, sobre todo, los agravios -las derrotas militares, las humillaciones, la explotación económica, las matanzas y atrocidades- recibidos de esos extranjeros o vecinos a los que las élites movilizadoras tenían interés en presentar como rivales u opresores. En la segunda mitad del XIX y comienzos del XX, la definición del grupo en términos lingüísticos, religiosos e históricos tendió a completarse con planteamientos pseudocientíficos, que basaron la personalidad colectiva en unos rasgos biológicos que conferían un carácter racial distintivo -una superioridad- al grupo en cuestión. Desprestigiada toda referencia a las razas tras los horrores desvelados en 1945, y muy secularizadas ya las sociedades europea, en esta parte del mundo han tendido a volver a primar las justificaciones históricas y lingüísticas. 

Pero delimitar fronteras de exclusión e identificar enemigos no basta. Un grupo también necesita símbolos identificadores, o fronteras "de inclusión": lengua, formas de vestir, insignias, banderas, himnos, monumentos o lugares que representan la tradición nacional; todo un conjunto de elementos culturales que distinguen a los pertenecientes al yo colectivo en cuestión y les preparan para darse por aludidos cuando llegue la invocación movilizadora. También con este aspecto tiene algo que ver la historia, ya que esos símbolos suelen hacer referencia a un pasado ideal mitificado, a una edad de oro en la que el ideal comunitario y fraternal se realizó en su plenitud, y al que de algún modo se pretende retornar con el proyecto político "identitario". De ahí que los dirigentes nacionalistas no hablen de alcanzar, conseguir o imponer sus objetivos, sino de recuperar algo que en el pasado ya tuvieron, una situación ideal (la unidad, la independencia, la hegemonía) que un día fue suya y otro les fue ilegítimamente arrebatada.

Fin de cita.

No me resisto a finalizar este apunte, aunque no venga a cuento, con otra cita significativa, esta vez del resumen del periodo que siguió en España a la mal llamada guerra de la independencia (1808-1814) contra el ejército de Napoleón. De la memoria colectiva de estos hechos se borró, por ejemplo, la participación inglesa en esa guerra, se rebautizó al cabo de dos décadas de su finalización, y se mitificó como una guerra popular espontánea. He aquí la cita:

[...] Lo que realmente ocurriera, sin embargo, en definitiva no importa. Lo importante es lo que la gente creyó que había ocurrido. [...]

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